En el siglo XIX la ciudad de Tánger se convirtió en fuente de
inspiración de los artistas que querían representar un mundo oriental
exótico. La mayoría conocieron sus calles de paso y, en casi todos los
casos, sus obras reflejaron una imagen epidérmica que reproducía los
clichés habituales del género orientalista. Josep Tapiró (Reus, 1836 –
Tánger, 1913) en cambio, adquirió un compromiso vital con aquella
realidad. En 1877, después de haber vivido en Roma durante quince años y
tras consolidarse como pintor acuarelista, se instaló y ubicó su
estudio en el corazón de la medina tangerina. Desde este lugar y a lo
largo de más de tres décadas, sus pinceles inmortalizaron la vida
tradicional y, sobre todo, el aspecto de los tangerinos más pintorescos.
Con un estilo virtuoso, que alcanzaba una extraordinaria verosimilitud,
convertía sus imágenes en verdaderos documentos testimoniales de un
mundo en retroceso ante la rápida europeización de la ciudad.
En el mercado artístico internacional, sus obras fueron consideradas
entre las mejores del género orientalista, y se vendían a precios
elevados en las galerías más prestigiosas de Londres, ciudad a la que el
artista viajaba casi todos los años. Asimismo, en su ciudad adoptiva,
muy pronto fue considerado un personaje ilustre, lo que le facilitó la
consecución de modelos y la venta de obras a tangerinos adinerados y a
los visitantes de la medina. Su taller era lugar de visita obligada para
los aficionados al arte que recalaban en la bahía norteafricana, y la
calle donde se encontraba se llamó, desde finales del siglo XIX, Estudio
Tapiró, en reconocimiento a su prestigio. Desgraciadamente, después de
su muerte, diversas circunstancias relegaron su figura casi al olvido.
Cuando se han cumplido cien años de su desaparición, el Museu Nacional
d’Art de Catalunya reivindica su obra y muestra una selección de las
mejores acuarelas tangerinas.