sábado, 13 de octubre de 2018

"Yo, Frico", de mi libro "Mi amo Palmeral y yo".

Libro en preparación "Mi amo Palmeral y yo" ilustrado.
De Ramón Fernández Palmeral
Leer artículo en Mundiario, 14 de octubre 2018
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La fábula es una composición literaria narrativa en prosa o versos, cuyos personajes principales son animales, cuyo mensaje es presentar hacer una crítica de la condición humana. Frico es un perro lobo, que fue perro detector de drogas y ahora está jubilado y nos cuenta sus andanzas.


Texto:



1.-YO, FRICO

Soy un perro lobo de unos quince años según la nomenclatura humana, pero de unos setenta años para los caninos. Estoy más allá que pa cá.
Obedezco al sonoro nombre de Frico, que he de confesar que no sé lo que significa. Me conviene ser un perro obediente y no llevar la contraria a mi amo, pero no del todo sumiso, pues de lo contrario me convertiría en una gallina. Lo entiendo todo y sé leer desde cachorro, cuando el señorito Emilio empezó a leer e ir a la escuela, porque somos de la misma quinta. Lo que sucede es que él tiene quince años y yo estoy en la vejez canina.
Los perros lobos somos, físicamente los más parecidos a los lobos salvajes, mis lejanos ascendientes, que siguen buscando comida en manada como en los tiempos antiguos. Pero a mí me dan de comer por mis servicios de compañía; es decir, que trabajo por la comida y por un techo, decentemente, sin matar a nadie.
A mi primos los lobos, lo que les incomoda son las cadenas al cuello, y del bozal ya no hablemos, porque  es como ponerse guantes en la boca. Pero como nunca jamás he mordido a un humano, y todos me conocen en mi pueblo de Frigiliana, a mí nunca me pusieron bozal.
Mis ojos no son muy grandes, de color cáscara de almendras dulces, flotan a ambos lados de mi cráneo alargado y peludo como dos huevos negros cuales gallinas negras de Ayan Cemani. Mi hocico es largo y acaba en una fresa de carne color ámbar oscuro. Mi olfato son mis ojos, de joven los tenía comparables al de los jabatos salvajes. Aunque mi oído agudo es como el de un lobo salvaje o un lince ibérico.
Rondaré los treinta kilos de peso, según mis cálculos, no como mucho, en la edad el cuarto cuadrante se come menos. Me dan patas cocidas de pollos y pescuezos, yo, a mi bol de comida le añado flores silvestres del jardín, que me gustan mucho como los grandes gurmés  las estrellas Michelín. Y luego me hecho una siestecita porque como dice el refrán: «El perro que duerme no lo despiertes».
Yo, si me encuentro a un gato no le hago ni caso, para qué, si no se comen y además tendría que correr como un galgo para alcanzarlo. La gata de la vecina es una torpe siamesa, con la que ni fu ni fa. Ella a su rollo y yo al mío, a vivir la vía  que son cuatro días. Nuestro gato del cortijo es amigo mío.
En mi juventud fui un perro policía, un cachorro adiestrado en la Escuela de Adiestramiento de Perros de la Guardia Civil, situado en la carretera de Colmenar en el Pardo, en Madrid. Mi adiestrador fue Palmeral cuando era un guardia civil guía destinaron al aeropuerto de Málaga, allí hicimos muy importantes servicios, a mí me dieron varias medallas por  descubrir más de 200 alijos de drogas en maletas.
Pasaron los cuadrantes de los años, me fui haciendo viejo, y empecé a perder facultades olfativas y, sobre todo, vista, más una enfermedad canina de la que no recuerdo su nombre, y por eso me jubilaron y me adjudicaron, o mejor dicho me entregaron a mi adiestrador, que por cierto también se jubiló a los 58 años, por edad. Yo era un funcionario propiedad del Estado, ahora solo soy un perro civil, más que responde al nombre de Frico.
Y como mis amos heredaron una casa, preciosa, con balcones que miran a los atardeceres, y algunas tierras, nos vivimos a vivir a Frigiliana, y aquí estamos, sin perder yo mis facultades olfativas policiales.

–Azú que peaso perro, este tonto del Frico.

Así pasan mis jubilares días, entre ofensas continuadas, sin poder morder a algunos de los que me increpan, porque como he dicho, la vida en sociedad consiste en respeto mutuo, incluso con la naturaleza porque también tiene su vida autónoma y cíclica
Incluso cuando la sombra de un pino se levanta y se pone de pie, partiendo del suelo fértil, como un fantasma, es porque el pino quiere decirnos algo. Los pinos son seres vivos con sombras animadas a las que le late su corazón de paisajes. Así es la vida en estos parajes al sur de Andalucía, con embelesado en el azul. Me echo a dormir vigilante, por si algún animal del corral necesita  para algo.  

La noche se convierte en un pozo de luna en el que el agua es cielo y los cubos planetas, así de onírico es mi mundo. Los sueños caninos son complejos, porque nuestra mente está diseña hacia el mundo desconocido de los olfatos y las orquestas de los olores. Huele a resina de pinos que vuela entre ramas de huesos o cuernos de cabras monteses o ciervos coronados. Todas las ocasiones son miméticas como lo pueden ser los rezos del viento en lo hondo del barranco de El Acebuchal, entre chopos y adelfos olorosos. Las hojas amarillas vuelan como mariposas a las que les hubieran puesto un motor de ciclones llevados por una corriente de pasos frustrados.

Por las mañanas me acerco al corral y veo cómo por un ventanuco entra el sol bendiciendo con sus rayos las plumas de oro de mi gallinas, las lanas de lirios de los borregos y el sedoso pelo de la crin del burro y los velludos lomos de las cabras. Una paloma zurita que estaba agachad sobre un carrizo de caña salió volando por el ventanuco con su crujiente aleteo de  aguilucho nuevo, precipitado.








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Enlaces
Me encante el estilo exhuberante y caribeño del pintor cubano René Portocarrero; pero yo dibujo animales.


Libro infantil y juvenil ilustardo con 17 láminas, 118 páginas, LULU y Amazon

Ilustraciones varias de Palmeral







"Satánicus" dibujo de Palmeral para la portada del poemario

Dibujo de Palmeral, para el poemario: "Hombres, bestias y máquinas".
Poesía Palmeriana

lunes, 8 de octubre de 2018

Eduardo Constantino, coleccionista de arte

El coleccionista argentino Eduardo Constantino camino a la inmortalidad.
Pagó 17,7 millones de dólares por un Diego Rivera.
Un hombre afortunado y rico en descendientes, que es su mejor etiqueta, un camino hacia la inmortalidad. Felicidades.
Arte latinoamericano.

sábado, 22 de septiembre de 2018

Lámina a Lápiz de la Casa-Museo de Gabriel Miró en Polop, dibujo de Palmeral 2018

Reducido a 400 pixeles.
Para el libro: "Buscando a Gabriel Miró en Años y leguas." Libro disponible en Amazon.

Autor Ramón Fernández Palmeral

viernes, 21 de septiembre de 2018

Lámina 17 y última de "Años y Leguas". Sigüenza y el incendio en Aitana de Gabriel Miró Por Palmeral




 El incendio en Aitana "Años y leguas"

Sigüenza era un pirómano


Rosales y nieves de cenizas. Abrió Sigüenza su mano para coger olor, y era buen olor de tahona. Aleteaba el fuego por los tojos, corría por jistos [quizás justos] de grama. Crujidos frescos, rasgados de llamas nuevas; ruidos duros, metálicos, de calcinación; retumbos de pellones de rescoldos. Ya se calientan las ropas y la piel de Sigüenza; ya huelen torvamente a incendio, a incendio suyo... Y se le apartó un poco su júbilo, y un recelo inesperado se puso a preguntarle: «¿Es de verdad tanto goce infantil por esa hoguera, esa hoguera tuya que crece, que ya rodeándote?».
Se le cayó el cigarrillo. Vio delante, como corporalmente delante, el concepto de su soledad; y no sabiendo qué hacer, se quedó mirando su cayado.
Estaba solo, con su cayado nada más. Con legón, con azada, descuajaría las socas de esos hogares de leña; les arrimaría y les volcaría tierra y pedregal, como hacen los labradores y pastores para remediar los incendios. Quiso valerse de su bastón, y le retoño en lenguas que lo devoraban.
Las aliagas eran bestias rojas, delirantes, que mordían la hierba, que se cebaban hasta de las esponjas húmedas de los musgos.
Sigüenza llegó a verse destacado de sí mismo, solo, remoto también de sí mismo, mirándose y esperándose. Le arrebató el ansia y la delicia de huir. Y saltó del ruedo encendido, abriendo el humo.
Volviose desde el collado para contemplar la obra de su cerilla lírica, y precipitose por el recuesto. Sus piernas y sus brazos, ¡qué grandes y qué ajenos!... Se le verían de todas las casas del valle.

Otra vez su sendero con las huellas de sus pies de cuando trepaba tan Sigüenza; y encima, el humo abullonado, hirviente de negro; humo de perdición.
El pinar, y en el fondo un ladrido. Sin ver al perro, sentía que le acechaba y le ladraba a él, enroscándosele su acusación a las rodillas. Y por las curvas quietas y rotundas de los pinos, un vuelo ancho y suave de grajos.
(Ya llegaría el incendio a los rastrojos, a las viñas, a los almiares, a los casalicios, y arderían las carrascas, los huertos, los cipreses de Sella...)
Subió un grito que llevaba en la punta su nombre. Y Sigüenza tuvo que gritar para no creer que se escondía.
Corrió a su albergue, y por el sol de la ladera corría la sombra del humo.
Sentose de espaldas a la ventana, y en su nuca le retozó el aire dulce del principio de la tarde, la tarde tan azul, traspasada por el pilar de humo macizo, inmóvil en el alto reposo.
Se le dramatizó la conciencia, remordida por el mal que había dejado, y obligose a revolverse, también dramáticamente, para mirar.
Venía el guarda de monte por la vereda del Molino. Sigüenza lo llamó.
-¡He sido yo! ¿Ha visto usted el incendio? He sido yo; claro que sin querer; ¡pero he sido yo!
El guarda rural sacó su petaca de cuero, atada con un cordel como un hurón cautivo, y lamiéndose su sonrisa le dijo:
-Se sabe su camino por los cigarros que fuma, que no son de aquí. El humo de antes bien sería de su foguera; pero ese gordo de ahora es de las hornadas de los carboneros, los de la banda de Sella, que hacen las cremas de septiembre.
Y anocheció cayéndole a Sigüenza toda la ceniza de su día malogrado.