El incendio en Aitana "Años y leguas"
Sigüenza era un pirómano
Rosales y nieves de
cenizas. Abrió Sigüenza su mano para coger olor, y era buen olor de tahona.
Aleteaba el fuego por los tojos, corría por jistos [quizás justos] de grama. Crujidos
frescos, rasgados de llamas nuevas; ruidos duros, metálicos, de calcinación;
retumbos de pellones de rescoldos. Ya se calientan las ropas y la piel de Sigüenza;
ya huelen torvamente a incendio, a incendio suyo... Y se le apartó un poco su
júbilo, y un recelo inesperado se puso a preguntarle: «¿Es de verdad tanto goce
infantil por esa hoguera, esa hoguera tuya que crece, que ya rodeándote?».
Se le cayó el
cigarrillo. Vio delante, como corporalmente delante, el concepto de su soledad;
y no sabiendo qué hacer, se quedó mirando su cayado.
Estaba solo,
con su cayado nada más. Con legón, con azada, descuajaría las socas de esos
hogares de leña; les arrimaría y les volcaría tierra y pedregal, como hacen los
labradores y pastores para remediar los incendios. Quiso valerse de su bastón,
y le retoño en lenguas que lo devoraban.
Las aliagas
eran bestias rojas, delirantes, que mordían la hierba, que se cebaban hasta de
las esponjas húmedas de los musgos.
Sigüenza llegó
a verse destacado de sí mismo, solo, remoto también de sí mismo, mirándose y
esperándose. Le arrebató el ansia y la delicia de huir. Y saltó del ruedo
encendido, abriendo el humo.
Volviose desde
el collado para contemplar la obra de su cerilla lírica, y precipitose por el
recuesto. Sus piernas y sus brazos, ¡qué grandes y qué ajenos!... Se le verían
de todas las casas del valle.
Otra vez su sendero
con las huellas de sus pies de cuando trepaba tan Sigüenza; y encima, el humo
abullonado, hirviente de negro; humo de perdición.
El pinar, y en
el fondo un ladrido. Sin ver al perro, sentía que le acechaba y le ladraba a
él, enroscándosele su acusación a las rodillas. Y por las curvas quietas y
rotundas de los pinos, un vuelo ancho y suave de grajos.
(Ya llegaría
el incendio a los rastrojos, a las viñas, a los almiares, a los casalicios, y
arderían las carrascas, los huertos, los cipreses de Sella...)
Subió un grito
que llevaba en la punta su nombre. Y Sigüenza tuvo que gritar para no creer que
se escondía.
Sentose de
espaldas a la ventana, y en su nuca le retozó el aire dulce del principio de la
tarde, la tarde tan azul, traspasada por el pilar de humo macizo, inmóvil en el
alto reposo.
Se le
dramatizó la conciencia, remordida por el mal que había dejado, y obligose a
revolverse, también dramáticamente, para mirar.
El guarda
rural sacó su petaca de cuero, atada con un cordel como un hurón cautivo, y
lamiéndose su sonrisa le dijo: