viernes, 21 de septiembre de 2018

Lámina 17 y última de "Años y Leguas". Sigüenza y el incendio en Aitana de Gabriel Miró Por Palmeral




 El incendio en Aitana "Años y leguas"

Sigüenza era un pirómano


Rosales y nieves de cenizas. Abrió Sigüenza su mano para coger olor, y era buen olor de tahona. Aleteaba el fuego por los tojos, corría por jistos [quizás justos] de grama. Crujidos frescos, rasgados de llamas nuevas; ruidos duros, metálicos, de calcinación; retumbos de pellones de rescoldos. Ya se calientan las ropas y la piel de Sigüenza; ya huelen torvamente a incendio, a incendio suyo... Y se le apartó un poco su júbilo, y un recelo inesperado se puso a preguntarle: «¿Es de verdad tanto goce infantil por esa hoguera, esa hoguera tuya que crece, que ya rodeándote?».
Se le cayó el cigarrillo. Vio delante, como corporalmente delante, el concepto de su soledad; y no sabiendo qué hacer, se quedó mirando su cayado.
Estaba solo, con su cayado nada más. Con legón, con azada, descuajaría las socas de esos hogares de leña; les arrimaría y les volcaría tierra y pedregal, como hacen los labradores y pastores para remediar los incendios. Quiso valerse de su bastón, y le retoño en lenguas que lo devoraban.
Las aliagas eran bestias rojas, delirantes, que mordían la hierba, que se cebaban hasta de las esponjas húmedas de los musgos.
Sigüenza llegó a verse destacado de sí mismo, solo, remoto también de sí mismo, mirándose y esperándose. Le arrebató el ansia y la delicia de huir. Y saltó del ruedo encendido, abriendo el humo.
Volviose desde el collado para contemplar la obra de su cerilla lírica, y precipitose por el recuesto. Sus piernas y sus brazos, ¡qué grandes y qué ajenos!... Se le verían de todas las casas del valle.

Otra vez su sendero con las huellas de sus pies de cuando trepaba tan Sigüenza; y encima, el humo abullonado, hirviente de negro; humo de perdición.
El pinar, y en el fondo un ladrido. Sin ver al perro, sentía que le acechaba y le ladraba a él, enroscándosele su acusación a las rodillas. Y por las curvas quietas y rotundas de los pinos, un vuelo ancho y suave de grajos.
(Ya llegaría el incendio a los rastrojos, a las viñas, a los almiares, a los casalicios, y arderían las carrascas, los huertos, los cipreses de Sella...)
Subió un grito que llevaba en la punta su nombre. Y Sigüenza tuvo que gritar para no creer que se escondía.
Corrió a su albergue, y por el sol de la ladera corría la sombra del humo.
Sentose de espaldas a la ventana, y en su nuca le retozó el aire dulce del principio de la tarde, la tarde tan azul, traspasada por el pilar de humo macizo, inmóvil en el alto reposo.
Se le dramatizó la conciencia, remordida por el mal que había dejado, y obligose a revolverse, también dramáticamente, para mirar.
Venía el guarda de monte por la vereda del Molino. Sigüenza lo llamó.
-¡He sido yo! ¿Ha visto usted el incendio? He sido yo; claro que sin querer; ¡pero he sido yo!
El guarda rural sacó su petaca de cuero, atada con un cordel como un hurón cautivo, y lamiéndose su sonrisa le dijo:
-Se sabe su camino por los cigarros que fuma, que no son de aquí. El humo de antes bien sería de su foguera; pero ese gordo de ahora es de las hornadas de los carboneros, los de la banda de Sella, que hacen las cremas de septiembre.
Y anocheció cayéndole a Sigüenza toda la ceniza de su día malogrado.