(París con la torre Eiffiel. Así la hubiera pintado Emilio Varela, adelantado a su tiempo)
Impulsado el compositor alicantino Óscar Esplá, por su gran afecto hacia el pintor y paisano Emilio Varela (1875-1951), por la profunda admiración hacia su pintura, impuso el deber moral de llevarlo, París, entre el 10 al 26 de 1928, con ocasión del estreno de «El Contrabandista» de Óscar, ballet que le había sido encargado por Antonia Mercé, «La Argentina», a través de Mecker, su agente teatral. En los años treinta, París era la Meca del arte mundial.
"Antonia Mercé, «La Argentina» elogiada por García Lorca, Adolfo Salazar y
Rivas Cherif, triunfó con sus Ballets Espagnols en los grandes
escenarios del mundo. La gran bailarina y coreógrafa tenía en su
repertorio El Contrabandista con música de Óscar Esplá para un ballet
con libreto de Rivas Cherif que estrenaba en París. Esplá invitó a
Varela a que le acompañase. La capital francesa era el centro de las
vanguardias europeas y el altruista compositor quiso que Varela
satisficiera lo que era deseo de todo pintor: conocer las obras que
atesoraban sus museos, visitar estudios de pintores y ampliar horizontes
artísticos. Venciendo la resistencia propia de la timidez del amigo
logró Esplá que le acompañase junto a Isolda Esplá Domingo, su hermana.
Estuvieron en París del 10 al 26 de junio de 1928. Isolda, que tenía 17
años y era alegre, culta, comunicativa y conocía bien la lengua
francesa, fue la guía perfecta para una persona tan apocada como Varela
en un ambiente que le producía vértigo. Emilio cumplió muchos objetivos:
visitó museos y galerías, compró materiales, libros y revistas de arte.
En escrito a Carlos Carbonell mostraba su satisfacción por cuanto se le
daba con aquel viaje «...¿cómo agradecer todo esto? Y el gran bien que
supone para mi el adquirir, como me ha ocurrido, tanto entusiasmo para
el trabajo por ser lo único por lo cual se hacen las cosas tan hermosas
que he visto...»; y en otro posterior: «¡Cuantas cosas interesantes he
visto!...» La abundante información que el pintor obtuvo, el bagaje de
sensaciones que le proporcionó tener ante si obras admiradas a
distancia, tan comentadas y difundidas en libros y revistas -Bonnard,
Cezanne?-, le permitió realizar descubrimientos, pero también establecer
criterios de reafirmación y de propuestas artísticas para los cambios
que en adelante habría de ensayar en su pintura". (Manuel Sánchez Mollor, en Información)
Fue un viaje de dos semanas. Isolda, Emilio y Oscar partieron de la estación del Norte de Madrid el 10 de junio y tomaron el tren de regreso en la estación del Quai d'Orsay, el día 26 del mismo mes.
Juan Gris había muerto el año anterior y también, meses antes, la célebre bailarina norteamericana Isadora Cunean, trágicamente, cuando paseaba en automóvil por las cercanías de Niza. Enredado en una de las ruedas traseras del coche, su propio chal o «écharpe» la estranguló.
El sarampión dadaísta había pasado y Utrillo gozaba de gran notoriedad. Sus cuadros alcanzaban altos precios en las subastas del Hotel Drouot, el histórico hotel en donde medio siglo antes tan baratos se habían vendido los lienzos de Pissarro, Renoir, Sisley y los demás impresionistas. Por una obra de Utrillo como «La iglesia de Saint Severin», se habían pagado 50.000 francos, para asombro de Varela. Alexander Calder '"Todavía no hacía móviles, pero ya había dejado en París una cierta estela de extrañeza con un circo cuyos personajes de alambre podían ser animados. Pancho Cossío y Bores ya eran conocidos por los críticos franceses. Y aunque Joan Miró, considerado el jefe de la escuela surrealista, ya había pronunciado su famosa frase «Quiero asesinar la Pintura», el arte abstracto no era todavía conocido con este nombre sino más bien con el de «purismo», un calificativo que después no prosperaría.
Una década estaba finalizando, y con ella, toda una época de «prosperity» americana, que era tanto como decir intercontinental o europea. A remolque de la bolsa neoyorquina, también París iba a sufrir los efectos de la onda expansiva del Martes Negro. No por el simple paso de una hoja de calendario, los «felices años veinte», iban a verse seguidos por los «turbulentos años treinta», los años de la depresión.
París era una ciudad muy grande y Emilio no sabía francés. Sólo conocía algunas frases aprendidas «par coeur» y rudimentos para intentar la traducción de escritos, para descifrar con la ayuda del diccionario los textos para él maravillosos de revistas como «L’Art Vivant», devoradas con los ojos en la biblioteca del Ateneo. Probablemente, temía tanto tener que enfrentarse a la conversación francesa como no poder quedar a la altura de las circunstancias en los inevitables encuentros que con personalidades parisinas conocidas de Oscar, sin duda iba atener.
Cabe también la posibilidad de que Emilio se encontrara todavía bajo el peso de la gran pena que le había producido la muerte de su padre, ocurrida meses antes, el 25 de octubre, y que la sugestiva invitación al viaje no llegase por tanto en el momento más favorable. A pesar de sus cuarenta años, Varela, niño grande, sintió como nadie en la familia la desaparición de aquel padre tan querido, abnegado y simpático - en ocasiones, un tanto rígido-, que nunca abandonó sus maneras militares por completo y en quien el artista vio siempre un símbolo de protección.
Desde su ángulo, Oscar Esplá nos da cuenta del resultado de la visita a París: «Pensé que (a Emilio), le sería provechosa esa experiencia personal en el medio más internacional y vario de Europa, donde me proponía ponerle en contacto con algunos artistas interesantes. Pero el tumulto de París le aturdía. No se atrevió a ir solo a ninguna parte, ni siquiera a los museos; y yo, entretenido en los ensayos de mi obra, no podía acompañarle siempre».
Efectivamente, fue Isolda quien acompañó a Emilio en los paseos por puntos típicos de la ciudad y en las visitas a los museos. Oscar sólo pudo unirse a ellos en muy contadas ocasiones: cuando visitaron a Ernesto Halffter, a quien también «La Argentina», estrenó en París un ballet, «Sonatina», aquel mismo año, y cuando fueron a una galería a ver algunas obras de Picasso. Allí, se enteraron de que Picasso estaba ausente de París. Sin duda se encontraba en Dinard, cerca de Saint Malo, terminando su célebre serie de obras.
Una tercera visita, juntos, la efectuaron al estudio del pintor murciano Luis Garay, quien a través de Oscar, había conocido varios paisajes de Varela y se mostraba encantado con ellos. No se cansó de aconsejar a Emilio que se quedara a vivir en París, único sitio en que su trabajo podría obtener el merecido reconocimiento como pintor.