18/08/2019
Hay un busto frente a la iglesia de San Andrés, en Eibar (Guizucoa), que ha visto de todo, desde multitudinarias bendiciones de sanblases (tortas con anís típicas del mes de febrero) hasta manifestaciones, pasando por muchos atascos. El pintor Ignacio Zuloaga, inmóvil, parece buscar quien le mire, pero en la primera localidad en proclamar la Segunda República el apoyo declarado de Zuloaga al franquismo no suele provocar precisamente miradas de cariño; de desinterés, a lo sumo. Una visita a la retrospectiva que le dedica el Museo Bellas Artes de Bilbao (Vizcaya) dinamita esa indiferencia; ahí está el pintor vasco más famoso de todos los tiempos, con sus contradicciones, sus cuadros millonarios y, por qué no decirlo, sus miserias.
Pintor de dilatada carrera, que se mantuvo en primera fila del escenario artístico internacional durante décadas como referente absoluto de la pintura figurativa mundial; retratista polémico de los habitantes perdedores y marginales de la “España negra” y, a la vez, de la alta alcurnia y el fascio; famoso que aplaudió la llegada de la Segunda República y, como otros de sus amigos intelectuales de la llamada Generación del 98, no dudó en cambiar de bando para pasarse a las filas franquistas. Reconozcámoslo, Ignacio Zuloaga y Zabaleta (Eibar, 26 de julio de 1870-Madrid, 31 de octubre de 1945) no es un personaje que le pudiera resultar atrayente a, pongamos, alguna alumna que, con Franco fallecido hacía pocos años, hubiera cursado sus estudios en el Instituto de Secundaria Ignacio Zuloaga. Un centro bautizado así, cómo no, en honor al “vecino más universal” de Eibar.
En la localidad donde hace casi siglo y medio nació Zuloaga resulta difícil no pasar al menos una vez al día ante el busto esculpido por Karlos Elgezua, colocado en 1978. Con la perspectiva que da ahora “Zuloaga 1870-1945”, la retrospectiva que le dedica el Museo de Bellas Artes, resulta que esta escultura sí que permite hacerse una idea de cómo era este personaje poliédrico. En el busto, Zuloaga tiene la misma expresión que en el “Retrato de la familia del pintor” (1934), un óleo de gran tamaño en el que se pinta junto a su mujer, Valentine Dethomas, sus hijos Antonio y Lucía, y el marido de esta. El pintor se da un “aire” parecido al que se puede percibir en los pocos retratos que se dejó tomar este alérgico a las fotografías: un cierto estilo bohemio –pañuelo al cuello y boina–, desdibujado por la expresión alerta del rostro, como de hombre con mucho carácter, coronado todo ello con una nariz muy del país bajo la que asoma un cuidado bigote.
Su gran amigo, el escultor Julio Beobide (Zumaia, 1891-1969), lo retrató más humano en la escultura que se puede ver en la Parte Vieja donostiarra y más majestuoso en la que está ante el Bellas Artes bilbaino. Y sí, Zuloaga tiene muchos bustos por ahí. Y, también, su mejor amigo era muy abertzale... y autor del Cristo que preside el altar mayor de la basílica del Valle de los Caídos y que Franco compró por 20.000 pesetas tras encapricharse de él, en una visita al estudio de Zumaia de Zuloaga. Por cierto, frente a la versión que se ha mantenido de que Zuloaga engañó a Beobide sobre el destino final del Cristo, de la documentación recabada por Javier Novo y Mikel Lertxundi se desprende que no hubo tal engaño y que Beobide era plenamente consciente del trato.
«¿Qué tenemos que aportar nosotros?». La pregunta se la formularon Javier Novo, jefe del departamento de colecciones del Museo de Bellas Artes, y el historiador Mikel Lertxundi cuando se les propuso que comisariaran lo que, tras cinco años de investigación, ha cristalizado ahora en “Zuloaga 1870-1945”, un exhaustivo y casi podríamos decir que definitivo trabajo de recuperación de la obra y vida del pintor. «Era necesario un acto de responsabilidad patrimonial, porque, al final, no hay tanto pintor vasco de talla internacional como para dejar que lo trabajen desde Madrid», alega Novo. «De Zuloaga se ha hablado mucho, pero se ha dicho poco», añade sobre un personaje con muchas aristas y una extensa trayectoria marcada por las circunstancias sociopolíticas que afectaron directamente a su arte. El personaje se comió a Zuloaga, como quien dice, porque hay un antes y un después de la Guerra del 36 en su obra y vida. «Lo que hemos hecho es recalibrar la esencia del pintor. No puede ser que la semblanza de un artista de 70 años penalice o empañe toda una producción internacional anterior. Evidentemente, hay que contextualizarlo todo, no hay que negar lo que hizo y lo que hemos hecho es arrojar una luz absoluta, que perjudica al pintor desde una óptica moderna, pero, si tú das luz, puedes llevar a entender cómo en un momento delicado una figura que era moderna, que arropó y aupó a la Segunda República, pegue ese bandazo».
Entendámoslo o no, lo cierto es que, gracias al trabajo de recuperación realizado, tanto de su obra –desperdigada por museos y colecciones de todo el mundo, un corpus pictórico impresionante, casi 1.000 obras pintó–, como de su biografía –incompleta hasta ahora–, su figura se agranda ante nuestros ojos y, con ella, sus contradicciones. Paralelamente a la toma de consciencia de lo que este artista significó en el panorama artístico europeo del siglo XX, cuanto más se le conoce... más incógnitas plantea. «Zuloaga no deja indiferente», sentencia Lertxundi.
El hijo del damasquinador se hace moderno. El Eibar de finales del siglo XIX, cuando nació Ignacio, el tercero de los cinco hijos de Plácido y Lucía, no tenía nada que ver con el actual. Era una villa industrial dedicada principalmente al damasquinado y a la fabricación de armas e incluso parece, por las fotografías del fotógrafo y montañero Indalecio Ojanguren (Eibar, 1887-1972), que era hasta bonita. No en vano, su actual urbanismo caótico, que responde a un modelo de ciudad-taller, es producto de la reconstrucción anárquica que tuvo lugar en la posguerra. Sometida a numerosos bombardeos de la aviación italiana, Eibar cayó el 26 de abril de 1937. Kontadorekua, la casa-torre que albergaba la vivienda y la fábrica fundada en 1839 por los Zuloaga, también desapareció bajo las bombas. Y, por cierto, aunque ya no era de su propiedad, Kontadorekua posiblemente tuvo mucho que ver con el cambio de chaqueta del pintor, quien prefirió creer la versión de que el ataque fue causado por los “rojos”.
En esta familia de industriales y maestros del damasquinado, una suerte de arte de decoración de armas a través del grabado, los más famosos fueron Eusebio Zuloaga y su hijo Plácido, el padre de Ignacio. Ambos nacidos en Madrid, con estudios artísticos y una clientela internacional entre la que se encontraban la realeza y la aristocracia europeas y también ricos mecenas como el británico Alfred Morrison, al que Plácido visitaba con frecuencia y cuyo retrato pintó al estilo en boga un joven Ignacio. Porque el chaval pintaba desde los 8 años. Tras estudiar en Bergara, Madrid y Roma, en la década de 1890 viajó a París, a la búsqueda de la modernidad. «Zuloaga fue un autodidacta, no tuvo una formación académica al uso, pero es verdad que en París acudía a las academias para ejercitar la mano», explica Novo.
En la capital francesa pintó, se enamoró de Valentine Dethomas y entró, gracias a ella, en los círculos artísticos, donde entabló amistad con Rodin, Degas, Gauguin, Toulouse-Lautrec... Era parte de aquel mundo en ebullición, pero le faltaba encontrar un estilo propio. Así como otros partieron a Tahití a buscar la luz, tras coquetear con el realismo de corte social, Zuloaga dijo adiós al impresionismo y se marchó a Sevilla. Allí redescubrió a Goya y Velázquez, y unos personajes marginales –gitanos, prostitutas, labradores...– que fascinarían a los salones europeos. «Yo procuro embrutecerme al máximo y olvidar todos los refinamientos parisinos», dijo Zuloaga. En 1898, tuvo una revelación cuando llegó a Segovia, donde vivía su tío Daniel, un destacado ceramista. Y allí se replanteó toda su obra y fundó su propio universo creativo, con una fórmula estética que utilizaba el naturalismo y el simbolismo, y hundía sus raíces en la cultura castellana y la tradición artística española. Fuera de cualquier movimiento artístico concreto, aunque siempre muy clasicista, retrataba a la “España negra”: un país sumido en una profunda crisis tras la pérdida de las últimas colonias. Así documentó un mundo a punto de desaparecer.
Su reconocimiento internacional definitivo llegó en 1912. Un rotundo éxito, con un público que adquiría ávidamente sus obras mientras que, por contra, en Madrid no gustaba nada su visión pesimista. Se le acusaba de “antipatriota”. Resulta fascinante comprobar cómo hacía crítica social al retratar a los perdedores y a los derrotados... para vendérsela a los ricachones.
Peleas, esplendor y franquistas. Sorprende también que fuera siempre tan polémico. La llamada “cuestión Zuloaga” le persiguió desde siempre: en su época de esplendor, porque molestaba la imagen atrasada que daba del Estado español –en 1929, en Madrid, sus defensores y detractores llegaron a las manos: «Nos hemos peleado en los cafés. Es una bomba de dinamita. Es el mayor éxito de mi vida», escribió–; y en el final de su vida, por su alineación con el fascismo. A partir de 1925, las cifras son espectaculares: llegó a congregar a 76.000 visitantes en su exposición en Nueva York, tenía una producción constante –era capaz de pintar un retrato en quince días– y vivía, y muy bien, de su trabajo; de hecho, su tarifa base era de 10.000 dólares. Llegó incluso a detentar un récord histórico: 20.000 dólares por el retrato del pianista polaco Ignacy Jan Paderewski para una campaña de publicidad de la empresa de pianos Steinway, la cifra más alta pagada durante décadas por un encargo de este tipo. Era también la primera vez que se usaba a una figura famosa como reclamo publicitario. A Steinway le salió redondo el negocio –100.000 dólares en publicidad gratuita–, Paderewski dijo pestes porque se veía viejo en el cuadro, y Zuloaga no recibió un duro, porque el intermediario retuvo sus ganancias para pagar los gastos de su gira americana.
Prosperidad, buena vida, podía elegir a quién retratar e incluso el lugar, la finca Santiago Echea que había comprado en Zumaia a principios de siglo... y el 14 de abril de 1931 llegó también alguien muy esperado: la República: «Por fin vino lo que tenía que venir, y vino mucho más pronto y mejor de lo que todos soñábamos», escribió el pintor. Aunque, como otros de sus amigos de la Generación del 98, pronto saltaron las diferencias y el desencanto.
El golpe de Estado de julio del 36 le pilló en París y, cuando volvió a Zumaia, comenzaron a desencadenarse los hechos. El septuagenario Zuloaga se declaraba neutral pero algunos, como el embajador norteamericano Claude Bowers, veían lo que escondían sus palabras: «Se ha convertido en un decidido partidario de los fascistas», escribió. Queipo de Llano, en sus proclamas radiofónicas, soltó una de sus habituales fake news y “anunció” que algunos intelectuales, entre los que se encontraba Zuloaga, habían sido fusilados por los “marxistas” en Madrid. Dos días antes habían matado a García Lorca. El alcalde franquista de Zumaia, Cosme Iraundegui, decidía poner firmes a los “rojos” y expulsaba a más de 250 vecinos del pueblo. También se propuso encarcelar a Zuloaga por “simpatizante de los republicanos”, junto a los nacionalistas Julio Beobide y su padre Tiburcio Beobide, aunque este era carlista. Una rápida acción de su amigo José María Huarte, historiador y comandante en jefe del sector de Zarautz, hizo que Franco pusiera bajo su manto protector a Zuloaga.
«Hasta la década de los 20 Zuloaga es un pintor proscrito en España, y paradójicamente en los años 30 se le convierte en un emblema nacional, porque para las filas franquistas la vanguardia era el arte degenerado. ¿Y quién es el artista figurativo más famoso fuera de España?», se pregunta Novo. ¿Pero fue Zuloaga utilizado por el franquismo? «Mantuvo cierta distancia con la actividad orgánica del régimen. No obstante, sí que formó parte activa de su hoja de ruta, siendo cómplice de sus necesidades, aceptando nombramientos circunstanciales y relacionándose estrechamente con figuras afectas a él», añade. Por ejemplo, eran de Zuloaga los cuadros que Franco regaló a Hitler. Así lo contaba la revista “L’Europe Nouvelle”: «El viejo pintor guipuzcoano representa, quiera o no quiera, el arte oficial de la España totalitaria. [En la prensa alemana] se destaca especialmente su origen vasco y se sugiere que los verdaderos vascos no guardan rencor ni a la Falange ni a los ‘técnicos’ alemanes por la destrucción de Guernica».
Por cierto, su retrato más icónico de Franco –camisa azul, boina roja y bandera, Cualgamuros a las espaldas–, no está en la exposición, evidentemente para evitar herir sensibilidades. Porque, en estos tiempos de vuelta a las ínfulas ultraderechistas, todo regresa... o se mantiene, como las querencias del clan por la alta alcurnia. Para muestra, la boda en abril en Zumaia y por todo lo alto de una de sus descendientes, la it girl madrileña Valentina Suárez-Zuloaga, bien recogida en la revista del corazón que tantas portadas dedicó a los Franco.