Publicado
por Fran G. Matute /Jot Down
Fotografía: Begoña Rivas
Poeta por encima de todas las cosas y
erudito a su pesar, Juan Manuel Bonet (París, 1953) es uno de los
críticos de arte contemporáneo más reputados de este país, así como uno de los
grandes estudiosos de nuestras vanguardias. Suyo es el imprescindible Diccionario de las
vanguardias españolas (1907-1936).
Tras dirigir con éxito el Instituto
Valenciano de Arte Moderno y el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía,
acaba de ser nombrado director del Instituto Cervantes, institución a través de
la cual pretende demostrar que la tradición clásica española no solo se
encuentra presente en la lengua y la literatura.
Junto a Quico Rivas formó durante
muchos años una de las parejas de hecho más célebres e intelectualmente
estimulantes del Madrid de los setenta, donde fue testigo y actor privilegiado
del nacimiento de toda una generación de artistas y galeristas que
revolucionaron el panorama de la contemporaneidad en España, siendo esta para
muchos la auténtica simiente de la hoy controvertida movida madrileña.
Repasamos con Bonet toda una vida excitante dedicada
al arte y a la literatura, a la creación y al estudio, descubriendo por el
camino a un apasionado de la cultura de su país, por la que tanto ha hecho, a
la que tanto ha reivindicado.
Desde fuera da la sensación de que has entrado en el
Instituto Cervantes como un elefante en una cacharrería.
¿Sí? ¿Por qué?
Salvo que esté sacado de contexto, un titular como «El
Instituto Cervantes no es una escuela de idiomas» suena bastante beligerante.
No está sacado de contexto, porque el
Instituto Cervantes es una escuela de idiomas, y muy buena además. Pero no es
solo eso. A ese titular le falta entonces un «solo». Creo que este es un hecho
que hay que recordar de vez en cuando, porque mucha gente, sobre todo en tiempos
de crisis, piensa que la cultura es algo superfluo, lo que puede llevar a
focalizar todos los esfuerzos en lo meramente productivo y rentable. Me
interesa por tanto recordar que el Instituto Cervantes es una institución
adscrita al Ministerio de Asuntos Exteriores pero en cuyo consejo de
administración también está presente el de Educación,
Cultura y Deportes. Tenemos la misión de difundir el español, de enseñarlo y de
enseñar a enseñarlo, así como de estar presentes en los sistemas reglados de
todos los países. Esa faceta es fundamental, y encima es una fuente muy
importante de ingresos. El Instituto Cervantes está autofinanciado en casi un cincuenta por ciento. Pero luego no podemos prescindir
del hecho de que somos también una embajada cultural, una red para que España
enseñe, en esos escaparates que son los centros, lo mejor de su cultura y de su
historia.
No obstante, por más que el Instituto Cervantes sea un
organismo dependiente del Estado español, su campo de actuación es mucho más
amplio que la propia España.
Alemania tenía su Goethe-Institut, Reino
Unido su British Council, Francia su Alliance Française y su Institut Français… así que el Gobierno de España creó el Instituto Cervantes
en 1991 para homologarnos con nuestros vecinos. Pero, como bien dices, el
idioma hace que efectivamente la institución trascienda la cuestión española,
porque de los quinientos cincuenta millones de hispanohablantes que hay ahora
mismo, solo la décima parte reside en España. El propio logo del Cervantes,
diseñado por el catalán Enric Satué, simboliza la unión de los dos
continentes a través de la tilde de la letra eñe, que es nuestra letra
diferencial.
Nuestra programación refleja de forma muy
patente esta realidad transcontinental. En primer lugar, tenemos bastantes
profesores colaboradores de origen iberoamericano. Asimismo, se están llevando
a cabo numerosas iniciativas conjuntas con la Real Academia Española. Los
Congresos Internacionales de la Lengua Española, por ejemplo, salvo uno, se han
celebrado todos en el continente iberoamericano. El próximo congreso será en
Córdoba, Argentina, y tenemos previsto evocar allí la figura de Juan Larrea,
el poeta vasco que pasó allí el final de su vida, y de Manuel de Falla,
que aunque está enterrado en Cádiz murió en Altagracia, a unos cuarenta
kilómetros de la ciudad de Córdoba.
También destacaría iniciativas conjuntas como la
creación de los diplomas de español SIELE, pensados para la era digital,
puestos en marcha por el Instituto Cervantes, la Universidad de Salamanca, la
UNAM de México y la Universidad de Buenos Aires, y a la que se han terminado
asociando casi ochenta instituciones.
Una de tus grandes líneas renovadoras aboga por
introducir el arte, en el sentido más amplio, dentro del marco de actuación del
Instituto Cervantes. ¿Los literatos se habían apropiado de la institución?
No. Lo que ocurre es que en los últimos
años, y sobre todo por razones presupuestarias, la actividad del Instituto
Cervantes se había centrado más en las clases de español y en la realización de
eventos culturales menos costosos. Un escritor o una película son más fáciles
de mover que una exposición, que suele llevar muchos gastos asociados, como
seguros y transporte. En este sentido, es posible que el mundo del arte haya podido
tener la sensación de que el Instituto Cervantes estaba un poco retraído o
ausente en su misión de proyectar su labor fuera de nuestras fronteras.
Por este motivo, quiero meter más arte en
la programación, sobre todo fotografía, que es un campo que se interrelaciona
muy bien con la literatura. Pienso en el legado fotográfico de Mario Muchnik, que muy generosamente nos ha
donado y que ya había sido expuesto en otros centros
del Cervantes pero no en el de París, donde vivió muchos años y donde hizo
muchas de las fotografías que queremos exponer allí. Estamos trabajando también
en una exposición sobre Jesse Fernández, fotógrafo y escritor cubano que
cuenta con retratos de Cortázar, Lezama Lima, Miró, Tàpies,
Guerrero, Vargas Llosa… Tiene fotos extraordinarias por el lado
del retrato, pero también por el lado urbano. Esta exposición la va a
comisariar el escritor Fernando Castillo. También estamos trabajando con
la Xunta de Galicia en una exposición sobre el fotógrafo Baldomero Pestana,
poco conocido pero elogiado por gente como Vargas Llosa, que será comisariada
por otro escritor: Juan Bonilla.
Luego tenemos un gran proyecto, muy
ambicioso, sobre literatura y realidad hispánica vista a través de la fotógrafa
germano-francesa Gisèle Freund, judía exiliada, que hizo aquellos
retratos maravillosos a color a Virginia
Woolf, Victoria Ocampo, Norah y Jorge Luis Borges, Torres-García,
Vicente Huidobro, Pablo Neruda, Eva Perón, Frida Kahlo… Viajó
muchísimo, conoció a todos los grandes nombres del Buenos Aires de la época,
estuvo en Uruguay y Chile, volvió luego a París… Su vida y obra son
fascinantes. Hemos contactado con una editorial importante para publicar un
libro sobre ella y la exposición, a ser posible en varios idiomas. Ojalá salga.
Mi idea, en cualquier caso, es que haya proyectos
sobre música, danza, historia… pero para ello necesitamos algo más de
presupuesto, así como apoyo por parte de otras estructuras estatales.
¿No hay riesgo de que acusen al Instituto Cervantes de
intrusismo? De algún modo, ya existen otras instituciones públicas volcadas en
la proyección internacional del arte español.
No, porque el Instituto Cervantes no puede
competir con los grandes museos. El Cervantes no podría organizar nunca una
gran exposición de Tàpies, si acaso una sobre sus grabados o sobre piezas muy
seleccionadas. Somos más que conscientes de nuestras limitaciones, por lo que
no podrá haber jamás intrusismo en este sentido. Por otro lado, somos también
muy conscientes de que nuestros centros deben ofrecer una programación cultural
variada, donde la literatura, la música y las artes plásticas, entre otras
manifestaciones culturales, tengan cabida por igual, de ahí que no podamos
renunciar a ninguna de ellas.
Tenemos a su vez que pensar en la calidad
de lo que ofrecemos. En muchos Cervantes la programación se basa en la oferta
de los artistas locales. Eso a veces es bueno, porque da visibilidad, pero
otras puede resultar menos lucido de lo que se espera. Nuestra intención es
poder tener un parque de exposiciones a disposición de los distintos centros.
En la mayoría de los casos serán exposiciones poco costosas, que permitan su
movilidad. He hablado, por ejemplo, con la Fundación March para hacer una
exposición sobre grabado abstracto español, que es algo que liga con mis
orígenes cuando trabajé a las órdenes de Fernando Zóbel en el Museo de
Arte Abstracto Español de Cuenca. Aquellos grabados de Mompó, Millares,
Torner, Saura o Tàpies fueron coleccionados y en algún
caso editados por el propio Zóbel, y se pasearon por
toda España durante la década de 1980 al más puro estilo de las Misiones
Pedagógicas. Nos movemos entonces en esa longitud de onda. No estamos
proponiendo mover a Picasso al mismo nivel que lo haría un gran museo.
Tampoco las clases de español, o de lenguas
cooficiales, que oferta el Instituto Cervantes compiten con las facultades de
Filología. El español o el catalán que enseñamos nosotros es uno de
comunicación, pensado para gente que quiera viajar a España o trabajar aquí,
pero no pretende formar a filólogos. Para eso está la Universidad.
¿Cómo le explicamos a un profano que Cervantes y el
castellano están presentes en una obra, por ejemplo, de Luis Gordillo?
Establecer este tipo de relaciones es
siempre complicado y más con la obra de Luis Gordillo, que es un artista
muy pop, aunque su humor sea sin duda muy español. Pero en la generación
inmediatamente siguiente a la de Gordillo tenemos, por ejemplo, a Guillermo
Pérez Villalta, que cuenta con una serie de acuarelas y dibujos inspirados
en Andalucía, donde se ven retratados de forma maravillosa algunos de los
monumentos más famosos de esa comunidad autónoma. En este sentido, la obra de
Pérez Villalta está inscrita en la tradición clásica española, del mismo modo
que lo está la generación de Lorca, que estuvo constantemente
refiriéndose en sus escritos a Lope de Vega y a Calderón de la Barca.
La Barraca llevó toda esta tradición a los pueblos. Del mismo modo, a través de
las Misiones Pedagógicas, Ramón Gaya, Eduardo Vicente y Juan
Bonafé copiaron las obras maestras de Velázquez, Goya y El
Greco para que se vieran en la España profunda.
Luego, un ensayista como José Bergamín nos ha enseñado a leer a los clásicos. Ortega y Gasset,
cuya primera obra se llama Meditaciones del Quijote, tiene a su vez un
libro extraordinario sobre Velázquez. La visión de España de Azorín está
totalmente determinada por los clásicos. Unamuno, Ganivet, Maeztu,
Azaña… Tenemos la suerte de que nuestro siglo XX ha bebido mucho de nuestra
tradición, y en el mundo hispánico hay una
gran conciencia de este hecho: Octavio Paz escribió un gran libro sobre Sor
Juana Inés de la Cruz y Alfonso Reyes, que era un sabio, escribió
sobre Góngora.
En el marco de los sucesivos centenarios cervantinos
que hemos celebrado estos últimos años, tenía pleno sentido proyectar El
Quijote de Kozintsev, que es una película muy de la época del
deshielo. Sus escenarios fueron asesorados por el gran escultor toledano Alberto,
que estaba entonces exiliado en Rusia y que recreó los pueblos de La Mancha en
la estepa rusa, metiendo ruedas de carros, campanarios y mucha cal. Es una
Mancha más Mancha que la de verdad. Las siluetas de Don Quijote y Sancho se
ruedan pensando en el famoso grabado de Daumier, y en sus pinturas de
inspiración similar.
No hay muchos países como España en los
que los
creadores se hayan mirado tanto en el espejo de sus
clásicos, y esto es algo que ha continuado hasta nuestros días. Seguimos
teniendo escritores y pintores que siguen apostando por esa inscripción en la
tradición española. Esto es algo que me interesa mucho y creo que el Instituto
Cervantes es un lugar maravilloso para estudiarlo.
No muchos saben que fuiste cocinero antes que fraile.
¿Cómo surgió aquel Equipo Múltiple que formaste junto a Quico Rivas a finales
de los sesenta?
Quico Rivas y yo nos conocimos en
Sevilla, fuimos compañeros de instituto y empezamos a hacer muchas cosas
juntos. Empezamos no solo a pintar a la vez sino también a escribir sobre arte,
los dos en El Correo de Andalucía y los dos con seudónimo [risas].
Quico firmaba como Francisco Jordán, nombre tomado de un antepasado suyo,
el teórico de la estética José Jordán de Urríes,
y yo como Juan de Hix, que es el nombre de una
localidad del Pirineo, de la zona de la Cerdaña, de donde viene la familia de
mi madre, que es francesa. Éramos muy jóvenes, hablo de cuando teníamos
entre quince y dieciocho años. Entramos ahí a través
de mi padre, Antonio Bonet Correa, que
dirigía aquellas páginas sobre arte en las que también escribió mucha gente de
renombre, como José Ramón Sierra o Víctor Pérez Escolano. Hicimos muchas
entrevistas, escribimos artículos dedicados al arte povera, al cómic,
publicamos un fragmento del ensayo de Trotski sobre el futurismo. Aquello fue una novedad. El director, el
padre José María Javierre, nos daba muchísima
libertad. Fue una suerte tenerlo a él como primer director. Me consta que la
Diputación de Sevilla se ha planteado alguna vez hacer una edición facsímil de
aquellas páginas, lo cual estaría muy bien.
Empezamos además a escribir sobre arte en
un momento en el que Sevilla estaba en ebullición, gracias sobre todo a La
Pasarela, la galería que
exponía a Carmen Laffón y a todos los
artistas de Juana Mordó, y más tarde a la de Juana
de Aizpuru. Luego estaba, por supuesto, la figura de Fernando Zóbel, tras
mi padre mi segundo maestro, que tanta influencia tuvo en los pintores de la
ciudad, desde Pepe Soto a Gerardo Delgado. Precisamente fue en el
estudio de Gerardo Delgado donde empezamos Quico y yo a pintar. Le dejábamos
aquello perdido [risas]. Hacíamos sobre todo collages, pero eran
muy modestos. Luego hicimos algunos montajes con pirámides de plástico, pero,
sinceramente, no le doy yo mucha importancia a aquello del Equipo Múltiple. Es
más, desde entonces, no he vuelto a pintar. Para mí son prehistorias.
Pero llegasteis a exponer en la galería de Juana
Mordó.
Sí, expusimos en sitios muy buenos porque
nos llevaba Juana de Aizpuru. En la Juana Mordó expusimos en la colectiva
llamada «Nueve pintores de Sevilla», que luego se pudo ver también en
Barcelona, en la sala Adrià. Allí nos hizo una foto muy buena Toni Catany,
en la que salimos Quico y yo con nuestras pirámides.
¿Queda obra viva del Equipo Múltiple?
Mis padres tienen alguna cosa, pero se lo
quedó prácticamente todo Quico Rivas. Pablo Sycet creo que también tiene
algo, pero porque lo ha ido comprando. Juana de Aizpuru también ha donado
algunas obras nuestras al Centro Andaluz de Arte Contemporáneo, para alguna
retrospectiva que se ha hecho allí sobre los años sesenta y setenta. Quico
luego organizó una exposición en un colegio mayor de Valencia, y sacó un texto muy
bonito. Él quiso hacer más exposiciones, pero yo no estaba muy por la labor.
En ese texto que citas, Quico Rivas menciona la
biblioteca de tu padre como la culpable de vuestros desvelos intelectuales.
La biblioteca de mi padre era y
es extraordinaria. Contaba con muchísimo arte y muchísima literatura. Mi padre era entonces catedrático de Historia del Arte Hispanoamericano. Se
había recorrido todo el continente, y por eso en su biblioteca tenía tanta
presencia lo iberoamericano. Todavía hoy acudo a ella, aunque ahora está
repartida en varias casas.
¿Para valorar bien el arte es necesario haber sido
artista?
Se suele decir que el crítico de arte es
un artista frustrado y en ese sentido yo podría encajar perfectamente en esa
definición [risas]. Bromas aparte, yo creo que lo más importante no es
haber sido artista sino ser escritor. Defiendo mucho la línea del
poeta-crítico, surgida en Francia en el siglo XIX, con Baudelaire a la
cabeza, que escribía textos prodigiosos sobre pintura. Su texto El pintor de
la vida moderna, sobre Constantin Guys, que pintaba calesas y gente
en la ópera, es clave para mí. También fueron poetas-críticos Apollinaire,
acompañando al cubismo, y Breton
y Éluard con el surrealismo.
Luego, en España, esta misma tradición la
encuentras en un poeta de la prosa como fue Gómez de la Serna o en un
poeta-poeta como Cirlot. La manera que tiene Cirlot de traducir en
palabras la pintura de Tàpies es prodigiosa, no hay otro. Octavio Paz fue otro
gran escritor de arte. También Quico Rivas escribía poesía.
En los Estados Unidos tienes a Frank
O’Hara, cuya manera de contar la pintura crea escuela, y a John Ashbery, todavía vivo. Uno de
los críticos más interesantes hoy día en ese país es John Yau,
poeta también.
Reivindico entonces esta tradición, que es
en la que yo me encuadraría. Al fin y al cabo también soy poeta [risas].
Estando tus intereses como crítico tan enfocados hacia
el arte contemporáneo, tu poesía sin embargo no es nada vanguardista.
Con independencia de que a veces haya
hecho alguna broma creándome un alter ego checo llamado Pavel Hrádok, mi
poesía, que por cierto ahora se reedita completa, no es para nada de
vanguardia.
Yo empecé a escribir poesía en serio en Sevilla. Al
final de mi infancia había ya escrito algo en francés, pero hoy está totalmente
borrado. Luego, en español, escribí mucho inspirado en los Novísimos, y por
suerte no lo publiqué nunca [risas]. Lo cierto es que yo tardé en
publicar. Mi primer libro, La patria oscura, salió en 1983, y en él hay
mucho de la generación del 98, mucha referencia a ciudades de provincias,
ciertas alusiones al mundo de Cunqueiro y otros gallegos… Fueron años en
los que comencé a leer a muchos poetas del modernismo, de la generación del 27,
buscando de algún modo mi propio santoral. Aquel primer libro fue muy
neonoventayochista.
Luego tengo muchos poemas polacos, dispersos en varias
partes de mi obra, y que recogí en un libro titulado Polonia-Noche. No
hablo polaco, tan solo lo chapurreo, pero mis dos hijos sí, mérito de su madre,
como de la mía mi francés. Mi poesía suele ser urbana y, sin embargo, para mi
sorpresa una gran parte de mi poesía polaca es rural, fruto de haber pasado
muchos veranos en una casa a unos setenta kilómetros al sur de Varsovia, en un
bosque de pinos y abedules, cerca de un río.
¿Qué te parece que Loquillo haya hecho una canción con
un poema tuyo?
Me gusta. Me gusta mucho la canción. «Una
provincia», se llama. Ese poema es sobre mi vida entre Sevilla y París, del
tiempo en que había que coger un tren primero a Madrid, luego otro a Hendaya…
Me sorprendió que Loquillo se fijara en ese texto porque no lo conozco
personalmente.
¿En qué momento abandonas tu carrera artística?
En 1972 me fui a vivir a Madrid porque a
mi padre lo habían trasladado. Para entonces ya había dejado la pintura y me
encontraba trabajando para Zóbel, en el Museo de Arte Abstracto Español de
Cuenca, en la confección del catálogo razonado de Manolo Millares, obra que no
llegué a terminar pero que remató muchos años después Alfonso de la Torre.
Un catálogo razonado es una cosa absolutamente desalentadora [risas]. Es
un trabajo de hormiga, muy importante, pero que se vuelve uno loco haciéndolo.
El caso es que en esa misma época me contactó Mercedes Buades, a quien
había conocido a través de Rafael Pérez-Madero, secretario de Zóbel, y
me ofreció dirigir la programación de su galería, que estaba a punto de abrir.
Lo que hice con la galería Buades fue meter la pintura de mis amigos en una estructura comercial, en este caso muy amateur,
pero así me planteé la primera temporada, revindicando esa pintura narrativa
que hacían Pérez Villalta, Rafael Pérez Mínguez, Carlos Franco,
Manolo Quejido, Herminio Molero, Carlos
Alcolea, Chema Cobo… También incluí a algunos conceptuales como Alberto
Corazón y Nacho Criado. Dejé planteada la segunda temporada, una vez
se incorporó Miquel Navarro y Juan Navarro Baldeweg, gran pintor
y arquitecto. A Buades estuvo también muy vinculado Ángel González García.
Paco Calvo también iba mucho por allí.
Recuerdo también que en Buades se
proyectaron los primeros cortometrajes de Pedro Almodóvar, y se hicieron
conferencias muy interesantes, una de ellas de Leopoldo María Panero.
Más tarde aparecerían los del grupo Trama: Broto, Cardín, Jiménez
Losantos… La mezcla de gentes que hubo allí fue tremenda [risas].
Esa galería ha hecho su historia. En el Patio Herreriano se le hizo una
exposición hace años muy buena, muy bien hecha.
¿Qué fue la sala M-11?
El M-11 fue un centro de arte que fundamos Quico y yo
en Sevilla, a la altura de 1974, y en el que ocurrieron también cosas muy
interesantes. Aunque yo ya no vivía en Sevilla, iba bastante a menudo por allí.
La sala estuvo en la casa natal de Velázquez, donde ahora está la sede de
Victorio & Lucchino. Entonces era propiedad de la familia Guardiola.
El director del centro fue durante un tiempo José Francisco de la Peña,
un historiador sevillano que falleció muy joven. Fue colaborador de John
Elliott en Princeton, y con él estuvo estudiando en profundidad la figura
del Conde Duque de Olivares. Por allí estaba también Manuel Salinas,
un pintor al que aprecio mucho, también surgido de la generación de Gerardo
Delgado y compañía. Quico era quien llevaba el día a día del centro, que fue un
tanto multifacético. Allí hicimos exposiciones de Saura, Gordillo,
Quejido…
Se asocia mucho la efervescencia artística que se
vivió en las galerías de Madrid, tipo Buades o Amadís, con el inicio de la
movida.
Sí, pero es una conexión que no me
interesa mucho. En el libro de entrevistas que hizo José Luis Gallero
sobre la movida, Solo se vive una vez, que es un libro muy bueno, con la
cubierta de Dis Berlin, me preguntan esto mismo y ahí puedes ver que mis
respuestas son un tanto escépticas. Es cierto que en Buades expuso, por
ejemplo, Ceesepe, pero desde luego no fue en mi época [risas]. Yo
solo me hago responsable de las dos primeras temporadas, por más que luego
colaborara mucho con ellos. Para mí la movida fue sobre todo musical, con
algunos flecos literarios, plásticos y fotográficos, y el único pintor de
verdad que hubo cercano al mundo de la música pop fue Pérez Villalta.
En cualquier caso, es innegable que hubo
una efervescencia cultural general en Madrid durante los últimos años de la
dictadura, una que además tuvo conexiones políticas evidentes. En esa época
éramos todos muy de extrema izquierda. Recuerdo que en esa época le encargamos
a Manolo Quejido un cartel contra la ley de peligrosidad social, y lo pegamos
luego por las paredes del metro. Cuando la gente fue a trabajar al día
siguiente a primera hora de la mañana se encontraron con aquella cara
monstruosa… [risas].
Luego, con la movida tuve conexiones,
claro. De hecho la cantante solista de Las Chinas, que luego siguió en
solitario como Kikí d’Akí, fue mi novia. Yo iba siempre a sus conciertos. Me gustaban también mucho Ejecutivos
Agresivos. Se parecían a Madness. En aquella época bailaba mucho el ska
[risas]. En todo caso, fueron años en los que estaba todo muy
entremezclado y que yo viví un poco en los márgenes.
Quico Rivas, en cambio, sí que los vivió en plenitud.
Quico vivió la movida, la pos-movida y
todas las que llegaron [risas]. Él en el bar La Mala Fama nos daba ginebra de garrafa. Quico luego se distanció mucho de mí,
hasta el punto de que en los últimos años de su vida apenas lo vi, pero
conservo intacta toda la parte buena de los recuerdos que tengo con él. Fuimos
una pareja de hecho: yo le metí en el mundo del arte y él me metió en la
extrema izquierda [risas]. Vivimos en paralelo muchas cosas.
Háblame de ArteFacto, la revista
que montaste junto a Rivas y Trapiello.
El otro día me encontré con la persona que
nos embarcó en aquella aventura, José María Ballester, que había sido
crítico de arte del Diario Madrid. Le di las gracias por habernos dejado
hacer aquellas páginas, sin ponernos ninguna pega, porque con lo locos que
éramos, al día siguiente de publicarlas tenían siempre unas broncas tremendas
en la redacción. Aquello no eran más que unas paginas rosas que venían dentro
de la revista Arteguía y en las que
publicábamos dibujos de Broto, Alcolea, Campano, Diego Lara,
poemas de Gonzalo Armero, textos de Cardín… Hicimos un número especial
sobre Sevilla, en el que mezclábamos un fragmento de Bataille sobre la
ciudad con un dibujo de Carmen Laffón, o un poema de su tío Rafael Laffón. Recuperábamos ese y otros textos antiguos de la generación del 27, tradujimos una
entrevista a Rothko… Era una revista de transición en la que había
todavía mucho de la pintura de los años ochenta pero en la que en lo
literario ya empezaban a dejarse ver nuestros
intereses personales.
Éramos todos amigos que estábamos en un
proceso de reencuentro con la tradición española. Quico y yo, por ejemplo,
siempre habíamos tenido mucho interés por las viejas vanguardias, y empezamos a
estudiarlas en profundidad. Yo tenía en la casa de campo de mi familia en Galicia
una colección de Blanco y Negro de los años veinte y treinta, de la cual
me dediqué a arrancar todas las páginas de arte, que eran buenísimas porque
estaban escritas por Manuel Abril y venían con fotos de Maruja Mallo,
Ponce de León, Alberto… Curiosamente, Quico tenía otra colección de Blanco
y Negro en la casa de su familia en Grazalema, así que allí estuvimos también, estudiando aquel material para un trabajo que al final no se llegó a
culminar. La raíz remota de mi Diccionario de las vanguardias en España surge de
ahí.
Hablando de vanguardias españolas, ¿a qué se debe esa
debilidad tuya por el ultraísmo?
Eso me viene de familia. Mi tío abuelo, Evaristo
Correa Calderón, fue profesor de instituto y escribió un manual muy
importante de la época. Pero antes de todo eso fue ultraísta. Fue contertulio
de Ramón Gómez de la Serna en el café de Pombo, así que fue el primer
exvanguardista que conocí. Participó en un poema colectivo que Borges y unos
cuantos más mandaron a Tristan Tzara. En ese poema había unos versos en
gallego que eran de él, otros eran de Eugenio Montes. Solana le
hizo un retrato, pero mi tío se murió sin saber dónde estaba. Nunca lo pudo
encontrar. En cualquier caso, no habría tenido dinero para comprarlo [risas].
Mi tío Evaristo tenía en su casa libros y revistas excepcionales, y de ahí me
vino la fascinación por el ultraísmo. Con trece o catorce años empecé a
frecuentar una casa que tenía mi familia en Lugo, en el campo, y allí mi padre
me autoriza a llevarme el primer libro importante de mi vida: Fervor de
Buenos Aires de Borges, en su primera edición de 1923, con cubierta de
Norah Borges. Ese libro lo tenía mi padre por su tío. En aquella casa encontré
también un número de la revista sevillana Grecia, que como sabes tuvo su
sede al lado de El Jueves.
Llegué a hacer un documental sobre el ultraísmo, pero
está en paradero desconocido, como el retrato de mi tío [risas]. Lo hice
con Josefina Molina además, pero ella tampoco sabe lo que pasó con él.
Lo llegamos incluso a montar. Recuerdo que con motivo del rodaje de ese
documental conocí a Abelardo Linares en Sevilla. Entré en su tienda de
la calle Mateos Gago y allí encontré dos libros de Lasso de la Vega,
aquel ultraísta cuya vida fue tan borgiana, tan de novela. Cuando puse esos dos
libros en el mostrador, Abelardo me dijo: «Se ha fijado usted que esos libros
son caros, ¿no?» [risas]. Luego nos hicimos amigos. Por aquel entonces
él vivía al lado de la Giralda y allí fue donde vi su ya impresionante
biblioteca. «Yo quiero tener una biblioteca como esta», me dije. Te estoy
hablando de 1978 o así. Yo compraba ya libro de viejo, pero fotocopié
mentalmente el cuarto tapizado que tenía Abelardo, que era realmente de caerse
de espaldas, para emularlo.
¿Sigues presidiendo la fundación de Rafael Cansinos
Assens?
Sí, pero nos reunimos muy poco. Fue una pena que la
fundación no arraigara en Sevilla. Fui una vez allí para interceder un poco
pero finalmente no fue posible. La anterior concejala de Cultura había dado
unas esperanzas muy grandes a la fundación, parecía que había un consenso para
que pudiera tener su sede allí, pero, finalmente, con la entrada de la nueva
concejala, se anuló el convenio y ahora mismo la fundación vuelve a estar en
Madrid. El archivo que tienen es extraordinario, tienen toda la correspondencia
de Cansinos. Tendría que meterse allí una persona especializada en el
mundo judío, porque hay una correspondencia con el doctor Pulido,
que fue el primero que hizo en España una campaña sionista, a favor de los
judíos españoles, y con muchísimas personalidades de muchos países. Luego está
la parte del ultraísmo. Hay muchas cartas de mi querido Lasso de la Vega, de César
González Ruano, de Huidobro, de Larrea… Sería una gran tarea publicar ese
epistolario, sería un trabajo importante, pero yo ahora mismo tengo muy poco
tiempo. Es una pena que la fundación no tenga más apoyos.
Para ser España un país democrática y socialmente
atrasado, la presencia del arte contemporáneo a lo largo del siglo XX ha sido
brutal. ¿A qué crees que se debe esto?
Se dice, a modo de tópico, eso de «España,
país de pintores», pero es que es verdad [risas]. En el siglo XX hemos
tenido grandísimos momentos artísticos. En los años veinte, cuando coinciden en
París Picasso, Juan Gris, María Blanchard, Julio González, Pablo Gargallo, y en otro
momento con Dalí y Miró; y luego toda la generación del 27, con Francisco
Bores y
compañía; durante el propio franquismo, con la eclosión del grupo Dau al Set
en Barcelona y El Paso en Madrid; luego los vascos como Oteiza y Chillida;
Barceló en los ochenta…
Curiosamente, el arte contemporáneo recibe en España
un gran apoyo por parte del régimen franquista.
Es verdad. Aquello fue una operación muy
inteligente ideada por un sevillano, Luis González Robles, un hombre de
un carácter muy endemoniado, ayudado al principio por otro sevillano, José María
Moreno Galván, luego miembro del Partido Comunista y fenomenal crítico que podía haber
sido poeta si hubiera querido por lo bien que escribía sobre arte. González Robles convirtió el arte contemporáneo español en una vía más de propaganda
del régimen de Franco. No obstante, hay que decir también que muchos
artistas jugaron a este juego, que de algún modo empieza un poco antes, en 1951, con la celebración de la primera Bienal
Hispanoamericana de Madrid. Hubo entonces en México y París contrabienales
organizadas por los artistas españoles en el exilio.
Pero, claro, quienes consiguieron una verdadera proyección internacional fueron
los que expusieron en Madrid. Más tarde, alrededor de 1960, se produjo cierta
ruptura entre el régimen y aquellos artistas. En todo caso, lo que no creo que
haya que hacer, como sí ha hecho algún crítico norteamericano, es afirmar que el
arte de estos artistas fue un producto cultural franquista. ¿Que era un arte utilizado y enseñado por el franquismo? De
acuerdo. Pero yo no creo que eso altere el hecho de que la mayoría de aquellas
obras fueron de meditación cuando no directamente de denuncia. Son obras además
que han aguantado el paso del tiempo, y ese es el único juicio que se debería
hacer sobre ellas.
¿Es el arte siempre político?
No. Es más, yo no creo que mucho arte sea
político. En los extremos de las vanguardias siempre hubo la tentación de hacer
política a través del arte, desde fascistas como Pound o Céline,
a comunistas como Alberti o Arconada. Pero la política en esa
zona de confrontación siempre ha producido enormes desastres. En el fondo, la
mayoría de los creadores se buscan a sí mismos en el arte, más allá de la
política. Yo, que viví la Transición desde el balcón de la extrema izquierda,
me he ido con el tiempo moviendo hacia zonas mucho más
templadas, hasta el punto de que ahora me empeño en definirme como de extremo
centro, que seguramente sea una figura retórica. Durante la Transición, por más
que ahora esté tan denostada, hubo una gran capacidad de encuentro y diálogo. Santiago
Carrillo fue quien acuñó el término de «reconciliación nacional», que es
algo que entre todos se llevó a la práctica.
En este sentido, reconozco que tengo
nostalgia de la Transición, y discuto mucho sobre esto con gente más joven,
porque yo reconozco que me convertí tarde a esta visión calmada de las cosas.
Leí el libro que escribió el siempre polémico Gregorio Morán sobre Adolfo
Suárez, y cuando le presenté en el IVAM su libro sobre Ortega y Gasset, que
era muy duro, diría que hasta injusto en muchas cosas, le confesé que yo me
había convertido a Suárez gracias a lo que él había escrito. Me dijo, muy
sorprendido: «¡Pero si lo hice justo para lo contrario!». Cuando uno lee los
orígenes de Suárez y luego ve lo que ha sido capaz de hacer, no te queda otra
que pensar que fue un genio. Lo escuché una vez, en Valencia, cuando le dieron
el honoris causa por la Politécnica, y lo que decía casi te llevaba a
las lágrimas, acordándose de lo que pusieron todos de su parte durante aquel
proceso de reconciliación. Esa Transición imperfecta es lo mejor que hemos
hecho en España en política.
Yo he tenido la inmensa suerte de dirigir las dos
grandes instituciones culturales que se crearon en España durante la
Transición: el museo Reina Sofía, que se crea ya durante los años ochenta; y el
Instituto Cervantes, en los noventa. Digo que son instituciones de la Transición
en el sentido de que ambas fueron necesarias para culminar la misma en materia
cultural. El Reina Sofía era el museo que no había podido tener España durante
el franquismo, y eso que ya había habido directores que habían intentado hacer
cosas muy importantes. Siempre hago referencia a la labor del arquitecto José
Luis Fernández del Amo, que fue quien dirigió el Museo de Arte Moderno de
Madrid en los años cincuenta, y que ya entonces intentó comprar cuadros de
Rothko o esculturas de Julio González. Digo intentó porque luego no pudo
hacerlo, no le dejaron. Le fue además muy difícil contar con el apoyo de los
artistas que vivían fuera de España, que, lógicamente, estaban en contra del
régimen. Así que el Reina Sofía fue precisamente eso: el museo que permitió que
los españoles pudiéramos ver a Picasso, a Miró, a Julio González, a Juan Gris o
a Tàpies a un nivel importante.
Antes de dirigir el Reina Sofía dirigiste el IVAM de
Valencia, con salida un tanto polémica.
Mi salida fue complicada, en efecto. Todo surgió de
una decisión que se me impuso, y que desde el principio dejé claro que no la
iba a aceptar. Se llevó a cabo entonces en contra de mi opinión, se metió
aquella famosa escultura… En fin, no me apetece evocarlo porque fue muy tenso.
Tan solo dejar constancia de que mi posición se entendió perfectamente en el
mundo de la cultura. Recibí al respecto muchas muestras de solidaridad.
Hasta entonces, yo había trabajado muy
bien en el IVAM, hasta que se produjo aquel episodio que determinó mi
sentencia. Tras lo ocurrido estaba claro que me tenía que marchar de la
institución. Había triunfado moralmente, pero luego, claro, resultaba muy
difícil seguir trabajando allí. Al poco me llamó la ministra Pilar del
Castillo para dirigir el Reina Sofía, así que no estuve parado ni un
mes.
El equipo que tuve en Valencia fue muy
bueno, tengo un gran recuerdo. Fue un museo en el que me encontré muchas líneas
ya marcadas, a las cuales yo añadí alguna. Muchos creen que fui yo quien se
inventó lo de la
presencia de papeles, de materiales impresos, en el museo. «Claro, como a ti te gusta mucho el Rastro, has metido el
Rastro en el museo», me decían. Pero aquello lo había creado Vicente Todolí,
que fue el alma del museo. Él fue quien decidió que un museo tenía también que
tener los libros futuristas, los libros constructivistas rusos y los
libros checos, y yo continué con esa línea incidiendo
más en el campo español. Añadí entonces a todos los tipógrafos españoles de
vanguardia de los años veinte y treinta: Luis Seoane, Mauricio Amster,
Enric Crous-Vidal… Ya habían expuesto en el museo Allan McCollum,
Sigmar Polke, Campano, y yo metí a Alex Katz, a Helmut
Federle, a Juan Antonio Aguirre, a Dis Berlin, a gente con otras aperturas.
En el IVAM promoví una exposición sobre Erik
Satie, que es la mayor que se ha hecho sobre él y es de la que estoy más
orgulloso de todas en las que he participado, de las que me he encargado o he
comisariado. Es mi joya de la corona. Se la encargué a una italiana, Ornella
Volta, que tiene ahora noventa años. Tiene un libro titulado El vampiro,
sobre el surrealismo, pero después todo lo demás que ha publicado es sobre
Satie. Es la persona que más sabe de Satie del mundo. Es algo prodigioso. Se
sabe su vida al día. Ha publicado su correspondencia completa, más de mil
páginas de cartas. Son deliciosas. Como no tiene hijos, los archivos que ha ido
recopilando sobre Satie, toda su colección privada, los ha donado al IMEC.
En el IVAM hice también una gran exposición
de objetos surrealistas, que la comisarió uno de mis grandes colaboradores: Carlos
Pérez. Fue como mi hermano mayor. Falleció el pobre cuando todavía tenía
muchas cosas que decir. Me hizo también una exposición enorme sobre infancia y
arte moderno. Una maravilla. El IVAM permitía experimentar muchísimo y tengo
muy buenos recuerdos de mi paso por allí, excepto de mi final, claro.
¿Suele ser difícil trabajar con políticos?
Para mí no. Yo solo me puedo quejar de
aquel episodio. En el Reina Sofía estuve cuatro años y mi final se debió a un
mero cambio de política. Es verdad que la manera que tuvo de llegar la ministra
Calvo no fue… Bueno, en la hemeroteca está lo que dije, tampoco quiero
hacer sangre con este asunto. Pero hasta entonces a mí se me dio total libertad.
Lo principal es que un político te dé su confianza. Luego tú puedes defraudar
esa confianza, y entonces el político tiene derecho a decir: «No cumples las
expectativas que yo tenía para este puesto», y quitarte de allí. Pero en el
Reina Sofía yo pude desarrollar mi línea de trabajo.
Aun así, el Reina Sofía es un centro muy
distinto del IVAM. En mi época, además, tenía mucha menos autonomía que ahora.
Me refiero a nivel de personal. Yo no podía prácticamente nombrar a nadie, cosa
que ya no pasa. Carlos Pérez fue
también quien me acompañó en esta aventura. Hicimos
juntos aquella enorme exposición sobre Gómez de la Serna. Luego él hizo una
sobre el cartelismo francés de los años veinte y treinta. Hicimos varias
exposiciones de arquitectura: una de Gaudí, otra de Jean Nouvel.
Hice también un programa muy sistemático de exposiciones españolas, sobre
José Gutiérrez Solana, Ramón Gaya, Caneja, Vázquez
Díaz, Alberto… Fui yo quien plantó allí la reproducción de su famosa
escultura El pueblo español tiene un camino que conduce a una estrella,
con el acuerdo de su viuda y su hijo. Creo que es hermoso que el tótem de
Alberto esté de nuevo protegiendo el Guernica, como ya hizo en la
Exposición Internacional de París de 1937, cuando ambas obras se estrenaron.
Con todo, hubo gente que me acusó de
descuidar el arte contemporáneo durante mi estancia en el Reina Sofía. Uno de
los más beligerantes fue precisamente Luis Gordillo. Tuvimos incluso un pequeño
rifirrafe en prensa. Yo tuve de subdirector a Enrique Juncosa, y entre
los dos expusimos a Andreas Gursky, a Axel Hütte, a Pablo Siquier, a Guillermo
Kuitca, a Francis Alÿs… que son nombres absolutamente
contemporáneos.
¿Hasta qué punto la cultura debe depender de los
presupuestos públicos?
Hay que pedir dinero, por supuesto, pero
moderadamente. El mundo de lo privado en cultura es muy importante, obviamente.
Nada más hay que pensar en las galerías, las editoriales, las productoras de
discos… Todo eso es fundamental, pero yo creo que su acción se tiene que
combinar con una atención pública. Los museos son un deber que tiene el Estado
de coleccionar la excelencia. Los conservatorios de música, las salas de
exposiciones que dependen de la Administración pública, todo eso es
absolutamente necesario mantenerlo, y existe además una clara conciencia de
ello a nivel político. La cultura de calidad cuesta dinero.
Para cultura tenemos este año en el Instituto
Cervantes un presupuesto de tres millones de euros, que supone un aumento del
diez por ciento con respecto al año anterior. No es un presupuesto desorbitado,
pero tampoco es una migaja. Bien administrado, se pueden hacer con él grandes
cosas. Observo también una muy buena disposición por parte de las instituciones
privadas, a las que podemos y debemos implicar en algunos de nuestros
proyectos, más que nada para que al Cervantes no se le exijan luego imposibles.
Muchas de estas instituciones privadas no quieren ganar dinero, sino ayudar a
que el Cervantes muestre sus obras por el mundo, lo que para ellos implica
también un retorno.
¿No está el arte contemporáneo muy alejado del hombre
común?
Hay formas de arte que están cada vez más conectadas
con la vida cotidiana, léase aquí la fotografía. Su principal atractivo radica
en que es una expresión muchas veces de la cotidianeidad contemporánea. Me
interesa de hecho enormemente la relación del fotógrafo con la ciudad, la
figura del fotógrafo-peatón. Hice una exposición en el Círculo de Bellas Artes
sobre Josef Sudek, que es el peatón por excelencia de Praga. Es el
hombre que mejor expresa el alma de su ciudad. Lo mismo podría decir de Brassaï
en París o de Stieglitz en Nueva York, en ese Nueva York de los primeros
rascacielos. De Stieglitz promoví una exposición en el Reina Sofía en
colaboración con el Museo de Orsay de París. Ahora, por ejemplo, se ha
descubierto la obra de esta fotógrafa Vivian Maier, que está en todas
partes. A la gente lo que le ha atraído de ella es que es como si fuera tu tía,
que hace fotos [risas]. Habría que añadir aquí también a Horacio
Coppola y su fascinante Buenos Aires, a quien le programé en el IVAM su
primera exposición europea.
Yo mismo he dialogado, desde esa perspectiva, con dos
fotógrafos. Uno es Bernard Plossu, del que comisarié una gran exposición
para el IVAM. En el catálogo, usé la fórmula, muy querida por mí, del
diccionario. Sobre Plossu he escrito varios textos críticos. Con él publiqué un
libro de entrevistas e hice un libro titulado Nord-Sud, en homenaje al
nombre primitivo de la primera línea de metro de París, retomado por Pierre
Reverdy como título de su gran revista. Para ese libro elegí treinta fotos
y con ellas compuse otros tantos poemas. En la edición de mi poesía reunida por
parte de La Veleta, logré convencer a Andrés Trapiello para que fueran
las fotos al lado de los poemas, ya que sin ellas quedarían incompletos. La
segunda vez que he hecho una colaboración de esta intensidad fue con el
fotógrafo José Manuel Ballester. Nuestro libro, recientemente aparecido,
se titula Fervor da metrópole, y gira sobre la ciudad de Sâo Paulo. Es
una obra fruto de deambulaciones compartidas por esa urbe laberíntica, en la
que buscábamos sobre todo los grandes hitos de su arquitectura moderna, incluido
obviamente Oscar Niemeyer. A veces se me escapa decir «fotografiamos», y
no, obviamente, yo de las fotos no fui más que el guionista, el autor del
listado inicial de cosas que había que incluir. Otras, como pasa siempre,
surgieron sobre la marcha. Luego escribí un texto, una suerte de diario de
nuestra deriva urbana, para el que concité muchas sombras del pasado, como los
maravillosos poetas Mário de Andrade, Luís Aranha, Oswald de
Andrade o la pintora Tarsila do Amaral, sobre la que he hecho una
exposición para la Fundación Juan March.
¿Es el arte contemporáneo elitista?
Elitista es una palabra peyorativa, pero sí, el arte
contemporáneo ha sido casi siempre elitista, quizás salvo en los tiempos de
grandes convulsiones, donde el arte ha sido un arte de masas. Mayakovski organizó
un concierto de barcos utilizando las sirenas a modo de instrumentos. Pero el
arte, evidentemente, es más de torre de marfil, es más «para la inmensa
minoría», que diría Juan Ramón Jiménez. De todos modos, a Paul Klee,
por ejemplo, le bastan una cuartilla o un folio para crear un castillo
encantado con unos peces que salen del lago y un bosque.
Si pensamos en el surrealismo, diríamos que se trata
de un arte muy convulso con fuertes implicaciones políticas, pues muchos de sus
artistas militaron en el partido comunista. Curiosamente, el arte surrealista
que a mí más me gusta es el más aburrido, aparentemente. Las Landas de Yves
Tanguy, esos paisajes que le vienen de sus raíces bretonas, ese paisaje que
llevaba en la cabeza, pues lo pintó cuando estaba en Estados Unidos, es un
paisaje interior. Tanguy es en ese sentido un pintor monótono, y siempre que
uso este término tengo que añadir «en el buen sentido» [risas]. Más de
un galerista me ha sugerido quitar el adjetivo cuando lo utilizo en mis textos,
pero yo lo uso como elogio. Los grandes pintores monótonos son para mí los
pintores de botellas, de flores, de aquello que ven por la ventana.
¿Puede el arte popular ser de vanguardia?
En el siglo XX hay mucho arte popular
detrás de la vanguardia. La poesía del 27 se nutre del folclore. El flamenco es
un claro ejemplo. Vicente Escudero fue un bailarín de vanguardia. En
París hacía espectáculos con máquinas y ventiladores. Tiene un cartel hecho por Van Dongen. Era muy
amigo de Miró, de Picabia. Él mismo pintaba. Le gustaba mucho a Ángel
González García. El otro día vi, casualmente, un Vicente Escudero en Granada,
en el escaparate de un anticuario amigo.
Entonces, no eres de los que piensa, como Luis de
Pablo, que los Beatles y los Rolling Stones son lo peor que le ha pasado al
mundo de la música.
Para nada. Yo he sido de hecho muy de los Stones.
Escucho poco rock últimamente, pero tuve mi época. Luis de Pablo,
al cual aprecio muchísimo, porque es un gran músico y una persona enormemente
culta, tiene opiniones con las que se puede estar de acuerdo o no, y con esa
opinión no estoy de acuerdo. Es más, a Luis tampoco le gusta Erik Satie
[risas]. Le honra, eso sí, que una vez me invitó a dar una conferencia
en el Centro de Música Contemporánea, cuando él dirigía la institución, y me
propuso hacer algo sobre música electrónica, pero yo le dije que quería hablar
de Satie. Ahí fue cuando me confesó que no le gustaba. A Pierre Boulez
le ocurría lo mismo, al igual que a Cristóbal Halffter. Yo creo que esta
generación encuentra demasiado sencilla la música de Satie. El caso es que al
final convencí a Luis de Pablo para que me dejara hablar de Satie y su relación
con la literatura, sobre el tránsito del simbolismo al dadá, y cuando terminé
se me acercó y me dijo: «Sigue sin gustarme, pero la conferencia ha sido
espléndida» [risas].
Gracias a Satie empecé a interesarme por
la música del siglo XX, sobre todo a través de sus discípulos. Tengo partituras
de muchos de ellos. No sé leerlas, pero las
colecciono. Es un tema que me apasiona. Así fue como acabé interesándome por la
figura de Morton Feldman, a quien le hice una exposición, como
comisario, en el Museo de Arte Moderno de Dublín, cuando Enrique Juncosa lo
dirigía. Esa exposición, que giraba e torno a la relación de Feldman y las
artes plásticas, es la más cara en la que yo he participado. Se tuvo que
aplazar un año porque no encontraban fondos
para hacerla. Al final conseguimos recopilar cuadros importantes de
todos los pintores amigos en los que Feldman se había
inspirado para componer su música: Rothko, Guston, Pollock, De
Kooning… y luego en las salas sonaba su
música de fondo. Teníamos también una colección de alfombras del Medio Oriente,
que Feldman coleccionaba y sobre las que se inspiraba igualmente para componer.
Hicimos conciertos. Fue impresionante.
¿Cuál dirías que es el artista español contemporáneo
más sobrevalorado?
¡Uy! ¿Español? ¡Que tengo un cargo! [risas].
Te digo mejor uno extranjero: encuentro excesivamente valorado el tipo de
artista que representa Jeff Koons. Aquí influye una cuestión de gustos
personales, no te digo que no, pero incluso más atrás, siendo aquí más
arriesgado decirlo, considero también hipervalorado a Andy Warhol. A
Warhol lo vi pasar cuando hizo la exposición aquella famosa en Madrid. Lo que
más me divirtió de ese día fue la foto que le hizo Luis Pérez-Mínguez
con Maruja Mallo. A mí ya entonces no me interesaba especialmente. He discutido
mucho con grandes valedores de Warhol como icono, como por ejemplo José Luis
Brea, que siempre fue muy warholiano, o Estrella de Diego. Lo mismo
me pasa con Marcel Duchamp. De mi generación había algunos que eran
fanáticos totales de Duchamp, como Carlos Alcolea o Nacho Criado. Pero esa
tradición artística no es mi «taza de té», como dirían los ingleses.
¿Y el más infravalorado?
En general, tengo tendencia a mirar a los
artistas más silenciosos, más retrospectivos y meditativos, en la onda de Rothko,
para entendernos. Rothko no es que esté infravalorado, ni mucho menos, pero
para mí es uno de los máximos. En esa misma línea no es todo lo conocido que
debiera Helmut Federle, un pintor suizo que vive en Viena. Federle empezó con
dibujos de montañas suizas, y luego poco a poco empezó a hacer una pintura cada
vez más abstracta, geométrica, pero muy espiritual, muy intensa. Los tres
grandes cuadros que hay suyos en España los he comprado yo. Uno está en el
Reina Sofía, aunque no está expuesto ahora mismo; el otro lo compré para el
IVAM, donde como
te dije le hice una exposición; y el tercero lo
compré para Bancaja, para la cual soy asesor. En Bancaja enseñé, en otra
exposición que le dediqué, su trastienda, donde se pudo ver el arte de otros
artistas que Federle colecciona, su gusto por el
mundo de la teosofía, los muchos kimonos japoneses que tiene así como telas
norteamericanas del Oeste. Ha viajado mucho por Perú y Bolivia, ha vivido en
Nuevo México. Me parece uno de los pintores más infravalorados que hay ahora
mismo.
El otro gran «mal valorado» sería, para
mí, Alex Katz. Me encanta. Ahora tiene noventa años. En el IVAM, como ya
te dije, le hice también una exposición, que yo mismo comisarié. Me acuerdo de
que cuando me fui del IVAM se publicó un artículo en El País por dos
historiadores, Manuel Menéndez y Enrique Selva, que dijeron que las dos exposiciones más mías habían sido
la de Federle y la de Katz. Me pareció muy acertado ese comentario. Yo escribí
luego un artículo hablando sobre ambos artistas, relacionado sus obras, pero a
Federle, que es muy ortodoxo, no le hizo gracia la comparación [risas]. A
Katz le volví a dedicar una exposición en el IMMA de Dublín.
Al final no me has dicho ningún nombre
español.
Es verdad. En España he escuchado también
voces que hablan en voz baja, que no son vehementes. Me gusta mucho la pintura
de Cristino de Vera, que es muy zurbaranesco. Cuando lo expuse en el
monasterio de Silos, el guardia civil de la zona me decía: «Si yo veo a este
señor un día caminando hacia Silos, pienso que se va a meter a monje» [risas].
Ahora tiene ochenta y muchos años. Vive metido en su celda, en el barrio de Chamberí, con todo tapado, con una calavera,
escuchando siempre música zen. Pinta sobre todo bodegones con flores secas,
mujeres con velas. Su pintura es muy intensa. Me interesa esa figura.
También me interesa mucho Miguel Galano,
un pintor asturiano de casas solitarias en paisajes, sobre el que he escrito
una monografía hace poco. Su estilo es un poco a lo Hopper, pero más
gris. Es un pintor del mar, de farolas en acantilados desiertos, de
callejones del barrio de Alfama, en Lisboa. Dejé programada una exposición suya
en el Cervantes de París.
Tras haber vivido fuera de España unos cuantos años,
¿crees que el arte contemporáneo español tiene la presencia que debiera?
El arte español tiene más proyección
internacional de la que se dice y piensa. Los españoles tenemos a veces cierta
tendencia a autoflagelarnos. Tenemos un cierto número de artistas españoles que han
estado bastante presentes en el mapa internacional del arte. Juan Navarro
Baldeweg, como arquitecto, es muy conocido, y como pintor ha expuesto en
Nueva York, al igual que Gordillo. Santiago Sierra
no es mi favorito, pero es un señor que está
exponiendo en grandes museos de fuera. Uslé está muy presente, y Barceló
para qué decir. Jaume Plensa igual. Susana Solano tuvo grandes
momentos. José María Sicilia está también muy presente en París y Nueva
York. Cristina Iglesias, Juan Muñoz… Ya llevamos unos cuantos
nombres, ¿no? Y no son nombres que se hayan caído. Por supuesto, en las ferias
internacionales no son los que más se ven, pero en casi todas ellas hay alguna pieza de varios de estos artistas. Así que yo no
soy tan pesimista. Creo que, comparativamente, no tenemos muchos menos artistas
en el circuito internacional que, por ejemplo, Francia, que es un circuito que
conozco bien, pues para algo estuve viviendo en París casi cinco años.
Te reconozco que para mí ha sido muy
importante poder vivir en mi ciudad natal, de la cual me fui con tan solo tres
años de edad, y estar al frente del Cervantes, defendiendo el español, la
cultura española y la iberoamericana. En el centro acogimos a Vargas Llosa, a Jorge
Edwards —cuando llegué todavía era embajador de Chile allá—, al
recientemente desaparecido Juan Goytisolo, a Aurora Bernárdez (la
viuda de Cortázar), a Rosa Torres Pardo con Luis García Montero,
a Barceló, a Antonio López —con el cual hicimos un taller—, a Fernando
Colomo o a David Trueba, a hispanistas franceses, al recordado Yves
Bonnefoy, a Jean Clair, congresos sobre Juan Benet o sobre Sarduy,
y así sucesivamente, incluida la atención a la vieja emigración, así como al
mundo judeoespañol. Luego, como todo director de centro debe hacer, me busqué
la vida para encontrar patrocinios y conseguí montar exposiciones bastante
importantes sobre Juan Gris, Mompó, Cortázar o sobre la biblioteca de Juan
Negrín. Aquellas fueron exposiciones hechas en París y para París.
Mi vivencia allí, en algún momento, se condensará en
algún proyecto literario. Hemos sido, y aquí hablo en plural, muy felices en
París, y viajando desde ahí a Chartres, a Nantes, a Aix, a Metz, a Nancy, a
Périgueux, a Perpiñán y mis veranos de antaño… Mi biblioteca, por otro lado, ha
crecido mucho, gracias sobre todo a las expediciones sabatinas al mercado de
las pulgas de la Porte de Vanves y al vecino Marché Brancion del parque
Brassens, uno de los mejores paraísos de papel del mundo.
De todos modos, creo que París no ha sido tu primera
experiencia fuera de España.
Cierto. En 1984, Carmen Giménez me
encargó desde el Ministerio de Cultura, en colaboración con el Ministerio de
Exteriores, una exposición española para circular por varios países del Pacto
de Varsovia. Se inauguró en Atenas, con Melina Mercuri, que era entonces
la ministra de cultura griega. Luego se suponía que la exposición iba a ir a
Italia, pero finalmente se llevó a Belgrado, de ahí a Sarajevo y de ahí a
Varsovia, donde conocí, delante de uno de los cuadros de Miró que integraban la
muestra, a Monika, mi mujer, que entonces no me hizo ningún caso [risas].
A los dos meses volví y nos casamos a comienzos de 1985. Descubrí por
el camino esa maravilla absoluta que es Cracovia. Carmen Giménez siempre dice
que fue ella quien «nos casó». La exposición siguió su rumbo, ya no recuerdo en
qué orden exacto, pero pasó por tres ciudades austriacas (Innsbruck, Graz,
Klagenfurt), Budapest, Sofía, Berlín Este y Praga, el último capítulo y único
que no viví en directo porque no pude acudir.
La exposición fue como un cursillo
acelerado sobre la otra Europa, entonces todavía muy cerrada. Para que te hagas
una idea: cuando llegué a Varsovia gobernaba todavía Jaruzelski y había
ley marcial. Esa misma semana mataron al padre Popiełuszko. Fue en la
misma semana en que murieron, en París, Michaux y Truffaut.
Recuerdo perfectamente estar en el avión que me devolvía a Occidente, leer esta doble noticia
en portada del diario Le Monde. Hay muchas
huellas de todo esto en mi diario La ronda de los días, y en mi último
poemario, Praga, con el que, según mi mujer, aprobé mi examen de
eslavismo.
Al hilo de tu nombramiento como director del Instituto
Cervantes, ¿te han salido muchos amigos nuevos que no recordabas tener?
[Risas] Sí, muchos. Algunos eran
amigos de verdad, buenos amigos incluso, pero de otros no tenía yo constancia
de nuestra amistad. Las plazas, por desgracia, son las que hay. Así es la vida.
................
Nota.-
Nota.-
Copiado por el pintor alicantino Ramón Palmeral, para difundir cultura y arte por uno de los mayores expertos españoles.